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Foto del escritorNacho González Nappa

Back in Boston


Llegué a Boston a hace casi cuatro años. Vine a estudiar música y hasta el momento no encontré una razón contundente para retirarme de esta maravillosa ciudad. Cuando digo contundente me refiero a una mujer, un trabajo, o un delito grave que me obligue a irme sin avisar. En mi casa hay una cama de dos plazas, cuatro guitarras, una computadora y un monitor, dos parlantes, un amplificador Fender, muchos libros, un teclado y un sillón rojo que me regaló Chris DiFranco el verano que se fue a Italia. De Italia vino mi bisabuelo o tátara abuelo, no estoy seguro, y gracias a él tengo pasaporte comunitario. Eso quiere decir que si el día de mañana cometo un delito grave y debo huir de Boston sin avisar, podría irme a algún país europeo y trabajar legalmente.

En Uruguay, donde nací, somos casi todos nietos o bisnietos de europeos. Nos gusta decir que somos una nación de inmigrantes y que recibimos a todo el mundo. Cuando decimos "todo el mundo" nos referimos a los europeos, que no son todo el mundo, claramente. Hoy llegan a Uruguay bolivianos y peruanos y venezolanos que no entran dentro de esta definición geopolítica.

Hace casi diez años que vivo fuera de Uruguay. En Uruguay vive mi familia, mis amigos del alma, y de allí viene la música que amo. Amo la música de otros lugares, pero la música de Uruguay es la que define los pilares sobre los cuales construyo todo lo demás.

Me di cuenta de eso cuando llegué aquí, a Boston. Conocía todos los discos de Ruben Rada, de Hugo Fattoruso, de Jaime Roos, pero no había escuchado con la misma delicadeza a Coltrane, ni a Chick Corea, ni a Herbie Hancock. Tampoco había escuchado a Michael Jackson ni a Madonna. No lo digo con orgullo. Más bien todo lo contrario. Es algo en lo que estoy trabajando desde que me fui de Uruguay: escuchar música que no sea de mi país. De todos modos, esa falencia -haber escuchando principalmente la música de mi país- es la que me ayudó a establecer raíces sólidas y construir una identidad. Al menos de eso intento convencerme.

Como les decía, hace cuatro años que me dedico casi exclusivamente a la música. Antes de eso fui periodista, trabajé en distintas ONG´s. Mi vida era más ordenada en esa época. Eso dicen mis amigos. Quizá la palabra no sea "ordenada". Mi vida era más fácil de explicar. La gente entiende más rápido de qué vivís cuando vivís de ser periodista. Trabajás en un diario, los diarios se venden, y el dueño del diario te paga por los diarios que se venden. Cuando sos músico, los discos no se venden, por lo tanto no vivís de vender discos. Y si un lugar te abre las puertas para tocar, es difícil que vayan más de cincuenta personas. Por lo tanto, en mi caso, no vivo de la música: vivo para la música. Esto sí lo digo con orgullo.

No decidí ser músico para hacer cualquier tipo de música. No me da lo mismo escribir cualquier cosa o tocar con cualquier artista. Me encantaría escribir un hit como Despacito o como el Uka Yaka de Los nietos del futuro. Pero hasta el momento no me sale. No sé cómo hacerlo. Los músicos de jazz ningunean estos géneros. Piensan que es fácil hacer algo así. Yo no sé cómo hacerlo. Si no ya lo hubiera hecho y viviría en una mansión más grande que la de Ricardo Fort, Q.E.P.D.

La música y el arte son algo sagrado. Punto. Con esto no quiero sonar conservador o elitista. Simplemente dejar claro que en la música encuentro un lente para mirar el mundo. Una forma de comunicarme con los demás, y una forma de entenderme a mí mismo. Por eso me resulta tan de difícil hacer algo calculado y premeditado como es hacer un hit. Quizá algún día se atenúe ese pudor. O quizá me gane el 5 de Oro y Rodríguez Tabeira solucione todos mis problemas. Eso anhelamos todos los uruguayos.

Hace unas semanas, mi hermano mayor comenzó a trabajar en una empresa de inteligencia artificial. Según me explicaba, ésta es una de las tres áreas que más crecen dentro de la tecnología. Las otras dos son las crypto monedas -¡compren bitcoins!- y la biotecnología -¿quieren vivir más de 100 años?-. Mientras mi hermano me explicaba las mil y una aplicaciones que tiene la inteligencia artificial, yo pensaba: dados todos estos avances tecnológicos, ¿cómo hago para conectar con 5,000 personas a las que las que le pueda gustar mi música? Tiene que haber 5,000 tipos en el mundo a los que les guste mi música. ¿Cómo hago para llegarles e involucrarlos en mi proyecto? Si lograra construir ese público, podría crear sin limitaciones.

En 2017 saqué mi disco. Me costó un huevo y la mitad del otro. Entre mezclas, máster, videos, músicos, y horas y más horas de trabajo personal, la inversión es incalculable. El precio del disco son USD 9.99 y no vendí más de treinta. El otro día le conté esto a un amigo y creo que se bajoneó. Omití decirle que en el disco habían participado 70 personas. Es decir: vendí menos discos que la cantidad de personas que participaron.

La industria de la música está en un periodo de transición. Hoy los músicos viven de tocar en vivo. Viajan 300 días al año, y cuando vuelven a casa sus parejas ya se acuestan con otra persona. La época de vender discos ya expiró, y la explosión digital hace que la música esté en todos lados, pero nadie quiere pagarla. Este sistema no es sostenible.

¿Hacia dónde van las industrias creativas? En mi opinión, hacia la conexión directa entre el creador y el público. La gente se está agotando de la creciente impersonalidad. La comida, la ropa, las relaciones, la música, todo se ha empaquetado. Y a pesar de su aparente conveniencia, hay un mercado que ha detectado que si empaquetamos determinadas cosas, se mata la esencia. Por eso existen cada vez más personas que eligen productos artesanales, caseros, donde la huella del creador está presente. Quizá el producto es más caro o posee imperfecciones. Pero es una pieza única. Ahí está el futuro de los creadores. Conectar con el público que pueda apreciar productos únicos.

Para concluir con este post, les recomiendo la lectura de Kokoro, de Natsume Soseki, y el ensayo La sociedad del cansancio, de Byung-Chul Han. Les deseo lo mejor en este 2018 que se va volando. Ya transcurrieron dieciséis días de este año en el que tantas expectativas hemos puesto. Quizá sea el año en que ganemos el 5 de oro o escribamos el próximo Despacito.

P.D.: En la primera foto aparecen las manos de Hugo Fattoruso, el día después de Navidad, en el estudio Las manzanas, de Ruben Rada. Hugo grabó en Jacmel, mi última composición, que espero compartirles pronto. En la segunda foto estoy tocando el tango El Choclo con Julio Cobelli, el mismo día que grabamos con Hugo. Video coming soon.


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